En lo alto de los cielos errantes, donde las nubes se desgarran con el peso de lo imposible, flota el castillo de la Tribu Mole Goblin. Un bastión de piedra oscura y magia olvidada, suspendido por fuerzas que nadie comprende del todo. Allí habitan los de un solo ojo, criaturas de alas frágiles y mentes afiladas. No buscan la guerra ni la conquista, pero su influencia es profunda. Son pacíficos, sí, pero su paz es inquietante, como el eco de una verdad que no puede ignorarse.

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Su vida diaria transcurre entre sombras y murmullos. No construyen ni destruyen, pero tejen historias en la mente de quienes los visitan. En las salas de niebla del castillo, se reúnen a debatir los hilos invisibles del destino, los miedos enterrados en cada corazón, las palabras que pueden cambiar el curso de una vida. No dejan inscripciones ni monumentos; su legado se esconde en las dudas que siembran y en los caminos inciertos que obligan a recorrer. Para ellos, el pensamiento es un arte, y su mayor gozo es ver cómo una idea sembrada en el momento preciso puede florecer o consumir a quien la escucha.

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Por siglos, reinos enteros han intentado detenerlos. No con espadas, sino con el miedo a su influencia. Monarcas, hechiceros y líderes han tratado de silenciarlos, pero nadie ha podido vencerlos. No porque sean invulnerables, sino porque comprenden los temores más profundos de cada ser. Aquel que los desafía pronto descubre que la verdadera batalla no está en el campo de guerra, sino dentro de su propia mente. Y cuando finalmente abre los ojos, ya es otro, con pensamientos que nunca fueron suyos, caminando un sendero que nunca creyó elegir.

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El castillo sigue flotando, errante pero atento. La Tribu Mole Goblin no busca gobernar ni destruir, solo observar y actuar cuando el equilibrio se tambalea. Y cuando el mundo caiga, no por la guerra, sino por la duda y la desconfianza, descenderán. No como conquistadores ni como salvadores, sino como la última voz que susurrará en la mente del último espíritu pensante.